sábado, 8 de octubre de 2016

La carta



En tan licencioso Mundo
al cual me trajo la flama
de ser un vergel que allana
los ímpetus de mi vida,
y en licencia compartida
con todo lo que lo apaña
lo convirtió en cizaña
a todo cuanto quería.
No terminé de sufrirlo
cuando en piadoso oponente
una mano presente
a mi mano sostenía
y del final me corría...
y de lo vil me alejaba...
y me costó tardo tiempo
ver que me socorría.
Porque desdichas sin par
era hasta entonces mi vida
que vagaba sometida
a un desconcierto tal,
que amarguras sin igual
a mi frente la rendía
y la ponía por tierra
suplicando por medida
poner a mis males fin
y finalizar con mi vida.
Y estaba en esta aflicción
cuando la mano nombrada
veloz me quitó la daga
haciendo que derramara
entre sollozos y lamentos
la confesión del tormento
de cuanto me angustiaba.
No se acaso si fue
caminante que pasaba,
si fue caballero o dama
aquel que torció mi suerte
porque mis ojos lanzaban
lágrimas que me cegaban
y aunque le suplicaba
-¡Déjame, por favor, verte! –
vi que de mí se alejaba.



Me levante y corrí
de regreso a mi casa
y cuando todo parecía
que era un sueño terminado
la duda se puso a mi lado
por saber quien hubiera sido
aquel que me ha socorrido
y acercarme agradecido

por haberme ayudado.



Una tarde de domingo,
cuando el sol ya moría
recibí una llamada
que suplicando pedía
que fuera pronto a su encuentro
que allí él me diría
cuáles eran sus lamentos
que tanto lo afligían.
Era un conocido
de mi vida de jaranas
que compartía mis fiestas
pródigas de alegrías vanas
y ahora solicitaba
con urgencia mi presencia.
Y cuando nos encontramos
me contó lo que tenía.
- Sabes amigo,- me dijo-
una noche yo entregado
a mi vida disipada
que no me complacía en nada
y me daba desasosiego
me arrimé a aquel paraje
para acabar con mis días.
Y estando en esa cobardía
escuché tus lamentaciones
y viendo que a punto estabas
de hacer lo que yo quería
te arranqué de la mano
La daga que sostenías.
Avergonzado me fui
porque ya no soportaba
hacerme cargo de nada
de lo que yo mismo iba a hacer,
pero todo el dolor aquel
que ese día me acompañaba
no se desvaneció en nada,
socórreme tú, esta vez.
No sabiendo que decirle
más que intentar un consuelo,
pero queriendo con ansias
a su favor corresponder,
le presté mi hombro y mi pecho,
juntos derramamos lágrimas
y fue aquella ocasión
la última en que lo volví a ver.


Pasaron algunos años
y yo seguía intentando
mis penas seguir ahogando.


Un día recibí una carta
de este ocasional amigo
que relataba lo mal
que en la vida le había ido
-Pero entonces- me contaba-
una vez apareció un viejo
que con sus sabios consejos
le devolvió paz a mi alma.
Me decía que aquel vacío
no se llenaba con nada
que no fuese conocer
a Quien nos quiere y nos ama.
Y así me habló de Jesús,
de todo lo que había hecho
por devolverme esa vida
que a la furia regalaba,
que esa no era la forma
de encontrar en mí la calma.
Y siguió por muchos días enseñando
e instruyendo,
y tanta paciencia tenía,
y con tanto amor me instruía,
que alborotado por dentro
gimes de dolor plañían.
Yo no sé que tiene el llanto,
no se que tuvo ese viejo
que sus palabras como en espejo
se reflejaba mi vida,
y sentí que me sacaba
un fuerte peso de encima,
y con todo cuanto decía
mi paz perdida encontraba.
Me despido y te saludo
y a tu entendimiento acudo
porqué quizás te haga falta-
Curioso me puse a indagar
quien fuese aquel Jesús
que murió en una cruz
por todos nuestros pecados,
y quedé maravillado
cuando al fin lo encontré
¡Gracias, amigo fiel,
con tu carta me has salvado!

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