Vives en una casa de retiro voluntario. Lo normal, ni
extremadamente impecable, ni nada fuera de lugar. Lo corriente sería que te
resignaras a la vida que te tocó sin hacerte tantas preguntas y aceptar tu
presente e intuir tu próximo destino.
De todos modos, los ochenta y nueve años que cargas
encima no te da muchas ganas de permitirte nuevas opciones que no conoces. Ahí
te encuentras bien. Una habitación limpia y calentita, buena comida, compañeros
circunstanciales, pero compañía al fin.
Y la grata presencia de la señorita Delia como caba
principal.
Y nunca nada mejor dicho que presencia, porque a eso
se remite, apenas un leve saludo al pasar de vez en cuando y verla dar ordenes
y correr de aquí y allá por todo el caserón.
Creo que en los tres años que llevas en esa reclusión
no te ha dirigido la palabra más que un par de veces.
Pero ese parkinson que te sacude de tanto en tanto,
ni te permite acercarte con cualquier excusa. Mejor conformate con mirarla de
lejos y hacerte todas las ideas románticas que quieras, que eso si que te aliviana
tantas horas muertas.
Lo que mas te gusta son las caminatas por el parque,
sentir el aire perfumado por eucaliptos y los jazmines que explotan con íntima
dulzura en el verano.
La señorita Delia vive para trabajar, parece. No hay
día en que no recuerdes que la hayas visto cruzarse con su límpido uniforme
blanco. A veces haciendo su trabajo, y a veces no.
Es evidente que le caes mal, muy mal. Es más lo que
te ladra con esos ojos negros y bellos, de lo que te miran.
Tal vez será porque la has descubierto con la puerta
entreabierta besándose con el jardinero. Un descuido muy habitual en ella,
porque fue más de una vez; pero vos no tenés la culpa de criar tus zorzales en
una pequeña jaulita colgada detrás de la casona, inmediatamente contigua a la
habitación de la señorita Delia.
También la viste con el contador, el que trae la
correspondencia y otros señores que no sabes quienes son. El último fue el
señor Humberto, un gordito que vino muchos fines de semana a traer dulces a los
abuelos.
Casi se muere cuando te vio espiando. Se puso blanca como
su uniforme y cerró la puerta de un golpe. Ahora esos descuidos no se repiten más.
Para no olvidarlo, todo lo has ido anotando en esos
pequeños papelitos que guardas en tus bolsillos que a veces sacas y
los lees.
Convengamos que tu actitud es un poco rara, y la
señorita Delia lo ha notado, pero no ha dicho nada.
Una vez la viste hurgar en los bolsillos de tu saco,
y sospechas que no ha sido una sola vez.
Paciencia, al menos no te ignora.