sábado, 4 de noviembre de 2017

Una casa de retiro voluntario


Vives en una casa de retiro voluntario. Lo normal, ni extremadamente impecable, ni nada fuera de lugar. Lo corriente sería que te resignaras a la vida que te tocó sin hacerte tantas preguntas y aceptar tu presente e intuir tu próximo destino.
De todos modos, los ochenta y nueve años que cargas encima no te da muchas ganas de permitirte nuevas opciones que no conoces. Ahí te encuentras bien. Una habitación limpia y calentita, buena comida, compañeros circunstanciales, pero compañía al fin.
Y la grata presencia de la señorita Delia como caba principal.
Y nunca nada mejor dicho que presencia, porque a eso se remite, apenas un leve saludo al pasar de vez en cuando y verla dar ordenes y correr de aquí y allá por todo el caserón.
Creo que en los tres años que llevas en esa reclusión no te ha dirigido la palabra más que un par de veces.
Pero ese parkinson que te sacude de tanto en tanto, ni te permite acercarte con cualquier excusa. Mejor conformate con mirarla de lejos y hacerte todas las ideas románticas que quieras, que eso si que te aliviana tantas horas muertas.
Lo que mas te gusta son las caminatas por el parque, sentir el aire perfumado por eucaliptos y los jazmines que explotan con íntima dulzura en el verano.
La señorita Delia vive para trabajar, parece. No hay día en que no recuerdes que la hayas visto cruzarse con su límpido uniforme blanco. A veces haciendo su trabajo, y a veces no.
Es evidente que le caes mal, muy mal. Es más lo que te ladra con esos ojos negros y bellos, de lo que te miran.
Tal vez será porque la has descubierto con la puerta entreabierta besándose con el jardinero. Un descuido muy habitual en ella, porque fue más de una vez; pero vos no tenés la culpa de criar tus zorzales en una pequeña jaulita colgada detrás de la casona, inmediatamente contigua a la habitación de la señorita Delia.
También la viste con el contador, el que trae la correspondencia y otros señores que no sabes quienes son. El último fue el señor Humberto, un gordito que vino muchos fines de semana a traer dulces a los abuelos.
Casi se muere cuando te vio espiando. Se puso blanca como su uniforme y cerró la puerta de un golpe. Ahora esos descuidos no se repiten más.
Para no olvidarlo, todo lo has ido anotando en esos pequeños papelitos que guardas en tus bolsillos que a veces   sacas y los lees.
Convengamos que tu actitud es un poco rara, y la señorita Delia lo ha notado, pero no ha dicho nada.
Una vez la viste hurgar en los bolsillos de tu saco, y sospechas que no ha sido una sola vez.

Paciencia, al menos no te ignora.

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